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jueves, 24 de septiembre de 2009

Missing


En un bosque, muy lejos de aquí, vivía una pequeña niña. Siempre había estado sola, pues en el bosque no había ninguna persona. Sólo animales, plantas y árboles.

Se alimentaba de lo que cultivaba de la tierra y a pesar de llevar una vida tranquila, no era feliz.

“Me pregunto qué pasaría si algún día dejara de estar sola…”

No podía recordar a sus padres, de hecho ni siquiera sabía cómo había llegado al mundo. Desde sus primeros recuerdos, había estado allí, en aquel bosque, no sabía ni por cuánto tiempo.

Un día, como tantos otros, salió a pasear por el bosque, con tan mala suerte que se topó con una manada de lobos. No pudo evitar un grito asustado al verlos. El grito de la niña, a su vez, alertó a los lobos de su presencia, si es que no la habían percibido ya…

La miraron, feroces y hambrientos, mostrando sus brillantes colmillos, dispuestos a devorarla. Podían leer el miedo en sus ojos.

La pequeña, desarmada, y sin ningún tipo de defensa, hizo lo único que podía hacer. Huir.

Corrió y corrió todo lo que pudo, pero los lobos estaban cada vez más cerca.

Sin querer, la niña trastabilló al chocar con una piedra, aturullada y nerviosa, y cayó al suelo.

Entonces cerró los ojos, esperando la muerte, y el dolor…

Pero la muerte nunca llegó. Una extraña luz azulada ahuyentó a los lobos, que salieron despavoridos.

La chiquilla no entendía nada.

Entonces apareció de la nada, un joven con extraños ropajes. Era él quien la había salvado con su heroica aparición.

-¿Estás bien?-dijo el joven con una sonrisa, tendiéndole la mano.

Ella apenas pudo responder. Era la primera vez que veía a otra persona. Era la primera vez que alguien la ayudaba así. Al menos era la primera vez que ella podía recordar…

La niña tomó su mano sin dudarlo y esbozó una tímida sonrisa en respuesta a la del joven que la había salvado.

Desde el mismo momento en el que sus ojos se cruzaron, la niña supo que nunca más estaría sola.

Y sin saber muy bien porqué, rompió a llorar. El joven trató de consolarla, y finalmente consiguió llevarla a su casa, siguiendo las indicaciones de la pequeña.

Se quedó con ella toda la noche, hasta que la pequeña se durmió, tomando su mano, como si la conociera de toda la vida.

A la mañana siguiente, la niña despertó con los primeros rayos de sol. Y lo primero que vio fue la sonrisa del muchacho.

-¡Qué alegría que estés mejor!-dijo el chico.

La pequeña no recordaba con nitidez lo que había sucedido la noche anterior, tan sólo podía recordar una extraña calidez que la había acompañado durante su sueño, una calidez protectora, casi maternal…

La niña, curiosa, por saber cómo había conseguido ahuyentar a los lobos, le preguntó al joven por la procedencia de aquella luz que había visto.

El chico, quizá porque ella le daba confianza, quizá porque simplemente pensó que no había peligro en contárselo, le confesó que era un mago y que había utilizado su magia para ayudarla.

Ella se sorprendió mucho, pero sólo sonrió en respuesta a su explicación.

Desde aquel día, el chico decidió visitar a la niña cada día y a ella la hizo muy feliz.

Daban largos paseos por el bosque, hablaban y reían juntos e incluso a veces el joven llevaba a la niña a la ciudad, a la biblioteca, al mercado, a las grandes y bellas fuentes de aguas tan cristalinas como las del más puro riachuelo del bosque. La pequeña quedó maravillada. Tanta gente, tantas cosas diferentes y un nuevo mundo por descubrir…

Al principio estaba asustada, pero con la ayuda de su amigo fue abriéndose paso. Pero por encima de todo aquel universo nuevo, lo que más valoraba, era a aquel joven que un día la había salvado y que ahora era su amigo.

“Así que esto es la felicidad” se dijo la pequeña al ver como había cambiado su vida durante aquel tiempo. No sólo la había salvado de los lobos aquel día, también la había salvado de su soledad…

Cierto día, el chico le dijo a la niña que no podría visitarla más. Le dejó una carta explicándole sus motivos, que la pequeña no entendió.

Lloró y lloró desconsolada, pasaron los días, y los meses y nada sucedió, la niña seguía triste porque no sabía nada de él.

Con el pasar del tiempo, la niña consiguió ser feliz con la ayuda de otras personas, que conoció en la ciudad, que nunca dejó de visitar, pero nunca olvidó a su amigo…

Hasta que un día le llegó una carta, de remitente desconocido, pero ella pudo reconocer fácilmente su letra.

“Volveré pronto” decía. Le mandó también varios regalos, la mayoría, libros, o gemas valiosas y brillantes.

Pero entre tanto objeto lujoso, destacaba una pequeña semilla.

Agradecida, la niña se llenó de gozo, esperando la vuelta de su amigo. Curiosa por la semilla, decidió plantarla.

Con el tiempo, creció un pequeño árbol, que la niña trataba de cuidar. Era un regalo de su amigo y lo cuidaría tanto como pudiera, al menos de esa forma, él estaría con ella hasta que regresara de verdad.

Todos los días, lo regaba y abonaba y podaba sus ramas cuando lo consideraba necesario, pero a pesar de ello el árbol empezó a estar cada día más gris, sus hojas más secas y su color más triste.

“¿Por qué está sucediendo esto?” se preguntó la pequeña, confusa.

Una noche de lluvia, su amigo por fin, regresó. La niña salió corriendo a abrazarle, pero vio que algo en su mirada no era igual.

-¿Qué ocurre?-preguntó la niña.

-Nada…¿No cuidaste bien el árbol, verdad?-dijo el joven de repente, con una mirada extraña.

-Sí lo cuidé…¿por qué me preguntas eso?

-Ese era un árbol mágico…ahora está agonizando…-susurró él.

La niña volvió la vista hacia el árbol. Las ramas estaban caídas, las hojas resecas y apenas se mantenía en pie.

Un montón de recuerdos vinieron a la mente de la pequeña, la mirada del chico al acabarle de conocer, su amistad, todo lo que habían compartido juntos…Todo eso había desaparecido de pronto.

Y entonces con el ruido de la lluvia y el sonido del viento que soplaba a través del resto de los árboles del bosque, sólo se escuchó una voz. Triste y tan sombría como la noche misma.

“Si el árbol no creció en todo este tiempo, habrá que cortarlo, ¿verdad…?”